martes, 12 de julio de 2016

AÚN HOY IMAGINO SU SONRISA


Salí de casa. Era una fría mañana de invierno. Nunca imaginé que a doscientos metros de allí, iba a encontrar una lección de vida. Aunque debo admitir, que las enseñanzas de vida se desprenden de lo cotidiano.

AÚN HOY IMAGINO SU SONRISA

Salí de casa. Era una fría mañana de invierno. Nunca imaginé que a doscientos metros de allí, iba a encontrar una lección de vida. Aunque, debo admitir, las enseñanzas de vida se desprenden de lo cotidiano.

Esa mañana me dirigía a hacer una nota para el diario. El playero de la estación de servicio, a las ocho y media, estaba bastante atareado atendiendo. Podía observar, entre los primeros rayos de sol y las luces de la estación de servicio, el vapor que salía de su boca debido al frío. El camión de la harina frenaba para descargar en la panadería que está a la vuelta. El olor que emana una panadería en las mañanas frías de invierno, se cuela por todo el cuerpo. Camine ciento cuenta metros desde que salí. Llevo la mochila colgada de un sólo brazo y las manos heladas en los bolsillos. Delante de mí caminan dos mujeres elegantemente vestidas. Ambas, con carpetas en las manos. Una de ellas, ingresa a una dependencia de judiciales. Resulta que Tribunales, ocupa casi toda la manzana a metros de casa. La otra, continúa su camino. 

Voy varios pasos atrás. Cada vez que me acerco un poco más, debido a la velocidad de mi caminar, veo que sus brazos van cargados de carpetas y papeles que cruzan en diagonal. A ella no se la ve muy bien. O, al menos, esa es mi impresión. Pero, ¿quién soy yo para meterme a preguntar? Nadie. A cincuenta metros de haber despedido a su amiga, a doscientos de mi casa, una de esas carpetas se cae al suelo. Era previsible. Se desparraman hojas y hojas sobre las baldosas de la vereda. Llego en cuestión de pasos. Detengo mi andar. Me agacho para ayudar y pasa lo lógico: una persona que ofrece ayuda y otra que se muestra reticente a recibirla. Porque la lógica es esa. Aunque no debería. Estaba nerviosa, angustiada. Eso afirmaba aquella primera impresión. Agarro su muñeca y le digo que se tranquilice, que son papeles que juntaremos rápido, y cada uno emprenderá el camino que hasta ahí llevaba. Ella levanta la cabeza lentamente. Sus ojos estaban húmedos y tristes. Estaba lagrimeando. Me atreví a preguntarle que le pasaba. Se hizo un silencio entre auto y auto, y habló. 

 -Detrás de cada mujer, siempre hay una historia fuerte de vida, ¿sabes?- me contestó ella. Uf! No sabía que decir. Quedé perplejo. Por un momento, creí que el frío me había congelado. Permanecí en silencio mientras le alcanzaba el último papel que quedaba por juntar. Nos incorporamos –casi- al mismo tiempo. 

-Seguro- fue mi tardía respuesta. –La próxima vez que te cruce, será con una sonrisa en tu rostro- agregue. Sentí en ese momento que era una manera de mitigar tanta tristeza. De lo contrario, se transformaría en una estupidez. Ella, llevó su mano derecha hacia la cara y con el nudillo del dedo índice, secó la última lágrima que caía sobre su mejilla izquierda. Me obsequió una tímida sonrisa. Entiendo que fue su modo de agradecer la ayuda brindada. 

Había olvidado mi destino. Ella, en cambio, parecía estar bien orientada. En cuestión de segundos, desapareció con la esquina de la cuadra. Caminaba pensando en lo que esa mujer me había enseñado. Me había dicho, a doscientos metros de mi casa, a cincuenta de haberse despedido de su amiga, que en la vida hay que caminar mucho, pero sin juzgar el camino del otro. Y menos el de una mujer. 

Recordé mi destino. Nunca olvidaré aquella respuesta. No volví a verla, pero aún hoy, imagino su sonrisa.

Juan Francisco March.

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